Comentario
De la muerte de Otón III a la entronización de Federico I Barbarroja, tres dinastías imperiales se suceden: la sajona, la salia o franconia y la suaba o Staufen. Algunas inquietudes van a ser comunes a estos tres linajes: la consolidación del poder en el interior de Alemania frente a los grandes feudatarios, la defensa de las fronteras orientales y las relaciones-complicadas en repetidas ocasiones con los titulares de la Sede de San Pedro.
Durante la primera mitad del siglo XI, la incuestionada autoridad de los soberanos alemanes hizo de ellos los verdaderos jefes de la Cristiandad. El que la designación de Pontífice estuviera en su mano permite hablar de una política auténticamente cesaropapista. Frente a ella y como punto neurálgico de un amplio proyecto de reforma, se abrirá paso la idea de "libertas Ecclesiae".
A la muerte de Otón III asciende al trono germano Enrique II. Hombre piadoso y de proyectos políticos menos fantásticos que su primo y predecesor, Enrique heredaba un cúmulo de problemas. En el flanco oriental fue el enfrentamiento con el polaco Boleslao Crobri con quien, después de sucesivas campañas, sólo se consiguió, en 1017, una honorable tregua. En Italia, Enrique II hubo de enfrentarse con el marqués Arduino de Ivrea que se había autotitulado rey de Lombardía y de mediar en las disputas entre los poderosos clanes romanos de Cresceneios y Túsculos que amenazaban con devolver a la capital de la Cristiandad a los peores tiempos de la Edad de Hierro. En 1024 morían el emperador alemán y el papa Benedicto VIII. Con el primero se extinguía la casa imperial de Sajonia.
Conrado II (1024-1039) iniciaba una nueva dinastía: la de Franconia. Enérgico, buen político y no excesivamente escrupuloso, el nuevo soberano devolvió al Imperio el prestigio perdido en los años anteriores. Polacos, bohemios y húngaros supieron de su capacidad militar y hubieron de firmar humillantes acuerdos de paz. En 1032, Conrado reclamó los derechos de Borgoña que, desde este momento, quedaba anexionada al Imperio. Germania, Italia y Borgoña integraron las tres coronas de las que, por principio, se consideró titular al soberano del primero de esos países. Este era el imperio real más allá de las ensoñaciones universalistas del imperio ideal.
No menos energía desplegó Conrado II en Italia. Su política, amen de proseguir las viejas pautas cesaropapistas, buscó el apoyo de la pequeña nobleza de milites o valvasores. Trató así de frenar el poder de barones, duques y orgullosos obispos tal y como se plasmó en la "Constitutio de feudis" del 1037.
Enrique III (1039-1056), político enérgico, pero más culto y piadoso que su padre, continuó su línea de actuación. Su tutela sobre el Pontificado quedó marcada disputa espectacularmente por dos sínodos (Sutri y Roma en 1046) en los que se zanjo la entre tres sedicientes Papas y se propició la elevación de un candidato imperial: el obispo de Bamberg que tomó el nombre de Clemente II y coronó solemnemente en Roma a Enrique III.
En tales circunstancias, nadie dudaba de los efectos benéficos de las intromisiones imperiales en la promoción de pontífices. Los soberanos alemanes habían actuado, por lo general, como sinceros cristianos y habían considerado un deber proveer a la Cristiandad de buenos pastores. Así lo volvió a sentir Enrique III cuando en 1049 apoyó la elección como Papa del lotaringio Bruno de Toul que tomó el nombre de León IX. A partir de esa fecha, la regeneración de la Iglesia iba a conocer nuevos caminos.